LA CÁMARA
“Lo importante es el fotógrafo, no la cámara”
Esta es una sentencia que, a pesar de ser cierta, hay que matizar mucho.
Es obvio que, si alguien no sabe, no tiene interés o no vale, por muy buena – es decir cara – que sea su cámara, no obtendrá mejores resultados.
Pero esto no quiere decir que la cámara no sea importante.
La cámara es el vínculo entre la escena y el fotógrafo. La herramienta que permitirá al autor expresarse. Considerar que la cámara “no importa” es una falacia destinada a satisfacer a un perfil de usuario, a un cliente que querría otra cosa y tiene que conformarse.
Si nos lo planteamos a nivel profesional, seguir manteniendo que el dispositivo es irrelevante es, en cierta manera, tratar de idiota al profesional que se ve obligado a invertir cantidades nada menospreciables de dinero en su material.
A nivel personal, como autor, la cámara es un elemento vital, básico, con características que van más allá de algunas consideraciones técnicas que son irrelevantes para lo que quiero explicar y que dejaremos para la cara profesional del disco.
Un día leí que, a Miles Davis, cuando lo entrevistaban, le gustaba tener a mano su trompeta y tocarla. No cualquier trompeta: la suya, de la que sentía el tacto y todo lo que se pueda sentir de una trompeta cuando se toca. No sé si la anécdota es cierta, probablemente no, pero viene muy a tiro para explicar lo que quiero decir.
Habitualmente se piensa en la cámara como un simple cúmulo de características técnicas cuantificables, y se pierde de vista que, por un lado, lo que hace la vida interesante es incuantificable y, por otro lado, el noventa por ciento de las “facilidades técnicas” que ofrece una cámara son perfectamente obviables cuando no directamente inútiles. La técnica fotográfica básica es extraordinariamente simple y, muchas veces, el exceso de celo de los ingenieros que diseñan cámaras hace – con la pretensión de que la vida sea más fácil para el usuario sin conocimientos – que algunas cosas se compliquen de forma absurda. Una vez más “menos es más”.
A parte de consideraciones técnicas de valoración más o menos objetiva, yo necesito sentirme a gusto con una cámara; es imprescindible que me guste, que se adapte a mi mano. A mi me gusta mirar mis cámaras, tocarlas, sujetarlas… Incluso oírlas: en algún momento de mi vida, el sonido del obturador ha sido el toque de gracia para decidirme por una cámara u otra. Hay un sonido seco, definitivo, contundente y con todo discreto, que muy pocas cámaras tienen, y tengo que decir que, a pesar de que algunas cámaras digitales se aproximan a ese sonido, ninguna lo reproduce realmente. Para mí es un sonido casi mágico: actúa en mi mente como la comida de los perros de Pavlov y acentúa mi capacidad de observación, alimenta mi necesidad (aún más) de registrar imágenes del mundo que me rodea.
¿Quere decir esto que hago mejores fotografías con una u otra cámara? No. Pero si quiere decir que me apetece fotografiar aún más (trabajo más) y, por tanto, obtengo resultados más acordes con lo que busco y, sobre todo, disfruto más del acto fotográfico, que implica también el contacto con una caja mágica que es mucho más que una simple herramienta.
A mí me gusta que mis cámaras envejezcan con el uso, se desgaste la pintura a fuerza de sujetarlas, que el botón del disparador se pula con el tiempo a fuerza de pulsarlo. En definitiva, que la cámara vaya acumulando las experiencias que yo he vivido y registrado con ella, un concepto cada vez más difícil en un mundo de plásticos, electrónica y obsolescencias programadas. Más allá de su faceta utilitaria, mis cámaras tienen que ser compañeras de viaje. De las que no fallan nunca.